Apagado
“No siento nada”, le dijo a Gilles Marcusó, el capitán de su equipo de rugby, quien inmediatamente pidió que paren el partido. No sintió cuando le sacaron los botines, no sintió cuando lo tocaban, tampoco sintió cuando los bomberos lo inmovilizaron y lo sujetaron a la camilla. No sintió cuando viajaba en ambulancia hacia Toulouse, la ciudad que eligió por Gardel para ser internado. Ignacio Martín Rizzi no sintió nada.
Era domingo 7 de octubre y era 1990 en la comuna de Saint-Ceré, del sur de Francia. Era otoño en la región de Mediodía-Pirineos y, por lo general, en esa época del año el aire era seco y los días soleados, como una prolongación del verano. Pero esa tarde diluviaba y la cancha estaba muy embarrada. Era el primer partido de pretemporada entre Saint-Ceré y Villeneuve Sur Lot. Los músculos aún estaban endurecidos por la inactividad y el cuerpo no había recibido, aún, una buena cuota de golpes y empujones. Faltaban unos minutos para que terminara el primer tiempo. Un compañero le dio un pase que quedó corto, la pelota cayó al piso y él se tiró hacia adelante para levantarla. Cuando lo hizo, lo tacklearon y su cuerpo fue hacia atrás. Mientras caía, un compañero de su equipo lo empujó con mucha fuerza nuevamente hacia adelante y su cuello se sacudió bruscamente. En el piso sintió una pequeña descarga eléctrica, tembló unos segundos y nada más. No hubo dolor. Sí, incertidumbre. Sí, miedo. Una sensación extraña. Una sensación de mierda. El cuerpo muerto, como si lo hubieran desconectado.