sábado, 31 de diciembre de 2011

Nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio...


Uy, aquel está solo. Ahora lo dejo mano a mano. La puta madre, no puedo errar todos los pases...

No recuerdo exactamente cuando surgió el amor por la pelota. Sé que desde muy chiquito. Y ese amor se fue afianzando cuando empecé a jugar en la escuelita de fútbol "Centauros", con algunos compañeritos que luego se transformarían en mejores amigos. Y luego, en extensas jornadas de metegoles y picados en la calle, con las rodillas negras, hasta las once o doce de la noche con mi hermano y los amigos de la cuadra de Santos Dumont. Si le habremos manchado el portón blanco del taller a Massarelli. Los memorables goles convertidos quedaban inmortalizados en ese enorme lienzo blanco hasta que Massa le daba una lavada de cara al frente de su taller con una mano de pintura. En los torneos de la primaria Dr. Luis Agote se fue forjando el lugar de la cancha desde el que, luego, empezaría a observar y entender el fútbol.
¿Vos a dónde querés jugar? Abajo. De 2. El último escollo para el rival antes de enfrentarse a nuestro arquero. Siempre me gustó defender. No fue por patadura. Fue por convicción. Por elección.
A esa convicción la abandoné durante un año de mi vida. En quinto año del secundario en el Nicolás Avellaneda a alguien se le ocurrió ponerme de delantero en los torneos de fútbol 5 y no me fue nada mal. Hice muchos goles. Pero tenía 17 años y una agilidad que no volví a tener nunca más. Tampoco la fantasía del goleador. Apenas fue un romance pasajero.
Nunca fui ni un picapiedra ni un carnicero. Defender para mi no significaba recuperar la pelota a cualquier precio y cuando la tenía en los pies revolearla o tirarla afuera. Mi idea era defender para después atacar. Recuperar la pelota y salir jugando.


La tiro larga y cuando llego al fondo, se la paso al que está de frente al arco. Que lo parió, no le puedo ganar en velocidad...

Siempre tuve buen manejo de la pelota y facilidad para dar buenos pases. Un defensor tiempista, de mucho anticipo y muy buen juego aéreo. Muy competitivo, mal perdedor y bastante insoportable a la hora de dar indicaciones. Esa competitividad me llevó a mis 24 años a rearmar a Centauros y anotarnos en un torneo de fútbol 7. Los torneos de fútbol sacaron lo peor de mi y de mi juego. La competencia de un torneo de fútbol recude al placer por jugar a la pelota a la mínima expresión. Fouls tácticos, histeria, revoleo de pelotas, mañas para desestabilizar al rival cuando salta a cabecear. Todos condimentos que estaban ausentes cuando jugaba a la pelota.
Ese fue el principio del fin...


Este está regalado, ahora lo anticipo y salgo jugando... Ufff, que lento que estoy, por favor...


Ahora tengo 30 años y en los últimos tres jugué muy poco al fútbol. Algunas lesiones y la dificultad para institucionalizar un fulbito semanal con los amigos me distanciaron de la pelota. Y yo lo siento. Cada vez que quiero volver a empezar a jugar y agarrar ritmo, lo siento. En la lentitud con la que me muevo, en la falta de destreza, en la falta de capacidad de reacción para el anticipo, en la falta de cálculo de tiempo y distancia cuando salto a cabecear una pelota, en errar pases de cinco metros. Lo siento.
La orden que da la cabeza, no tiene eco en las piernas.
Había jugado seis partidos seguidos y estaba notando algunas mejorías. Esperanzadoras mejorías.
Un giro en falso en una cancha de cemento. Esguince de rodilla derecha. Diez sesiones de kinesiología.
De vuelta a empezar.
Nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio.







domingo, 18 de diciembre de 2011

Respira...

Lo tuyo debe valer, más de lo que vos pensás...

Yo lo sé. Vos lo estás descubriendo.


Un año para recordar.

Salú.

sábado, 17 de diciembre de 2011

Credo

Creo en las tardes enteras jugando a los playmobil con mis hermanos. En los veranos de tres meses en la casa con jardín de mis abuelos y en los asados en el quincho de esa casa. En los kartings de plaza Almagro con mi viejo y mi hermano. En volver a sentirme un chico mientras juego con mis hermanitas de seis y diez años. En los días a pura pileta en el club. En los atardeceres con Luz en la playita de Aguas Dulces, Uruguay. En el mar y sus olas. En las noches de verano. En viajar. En la murga uruguaya y en Alfredo Zitarrosa. En el fútbol como juego, no como negocio. En una peli pochoclera cada tanto. En hacer una lista antes de ir al supermercado. En la siesta, pero sin ejercer. En volver a sentirme útil. En el humor. En tus ojos que no mienten. En ser ordenado con la plata. En el periodismo, todavía.
En el miedo a envejecer.  En el miedo a la muerte. En no tener religión, ni dios. En ser padre.
Y creo en mí, pero sólo a veces...

jueves, 8 de diciembre de 2011

A fuego lento...

7 horas. 7 putas horas. Espere su turno. No golpee, espere a ser llamado. Forme una fila. Malos humores. Malos olores, también. Abone por ventanilla.
El vendedor de lapiceras tiene un discurso bien aceitado, sabe por donde apretar. Primero te orienta, te guía y acomoda a la gente en las filas correspondientes según los horarios de los turnos. Por acá los de las 11, acá los de 11:30 y allá los de las 12. En voz alta y clara repasa la documentación necesaria para hacer el trámite. Y cuando bajás la guardia, hace su movida: no pierda tiempo, compre su lapicera, luego no va a poder hacerlo y va a perder su turno. A 8 pesos vende sus milagrosas biromes. ¿Qué son 8 mangos a cambio de ahorrarse valioso tiempo en un trámite engorroso? Algunos caen, la compran y al finalizar su trámite, mientras van camino a sus casas, se preguntan si en algún momento la usaron.
Paciencia. Hay que tener paciencia. Es un trámite de 7 pasos, pero nunca se sabe cuánto va a demorar cada uno. Depende de la voluntad y las ganas del empleado que te atiende. Miro el número y el tablero electrónico: 80 numeritos adelante. Calculo un tiempo estimado. Fallo. Recalculo. Vuelvo a fallar.
El mal humor provoca roces y la gente discute. Por un asiento, por una mala contestación o por aburrimiento. Da igual. A un costado, dos perros callejeros se desperezan debajo del busto de Evita.
Pasa el tiempo y llega la primera instancia. Tus datos, una foto y la firma. Después llegan los exámenes visuales y auditivos. En el gabinete 4, sigue el test psicológico. Adelante de la psicóloga a cargo, dos hombres se insultan y se desafían a pelear porque uno se apuró a sentarse en el asiento que le correspondía al otro. La profesional, inmutable, espera a que terminen de pelearse para explicar la forma correcta de hacer los dibujos que había en las tarjetas que tenía en su mano.
El exámen físico consiste en cuatro o cinco preguntas que realiza un médico desganado, cuyas respuestas quedan a criterio de cada uno. Digas lo que digas, te creen. El teórico es rápido, si leíste las preguntas que figuran en diferentes páginas webs, no hay mayores problemas. De ahí, derechito al práctico. Si no te traicionan los nervios y sale todo bien, te entregan la P. Principiante.
Y de nuevo a esperar. Una larga fila, empleados desbordados y desganados. Al final del recorrido, una ventana cerrada y un grupo de gente expectante. Una señora rubia abre dos puertitas de madera hacia afuera con unos papeles y recita en tono monocorde una serie de nombres y apellidos. Luego, cierra la ventana y desaparece. Este ritual se repite en lapsos de tiempo aleatorios. Siempre de la misma manera. Hasta que dicen mi nombre.
Veo mi documento y mi licencia de conducir fresquita. Recién cocinada a fuego lento, muy lento. 7 horitas.