En la infancia las
planificaciones suelen ser a corto plazo. Lo importante es lo inmediato. Estoy
aburrido ¿Qué puedo hacer? ¿El sábado vamos a la plaza? ¿Hoy puede venir fulanito
a dormir? La elección de la vocación recorre en esos años un camino sinuoso y
cambiante. Muy cambiante...
Cuando era chico y me
preguntaban qué iba a hacer cuando sea grande, mi respuesta era siempre la
misma: ambulantiero. Siempre que escuchaba una sirena intentaba adivinar si era
de una ambulancia, un patrullero o un camión de bomberos y me apuraba para
asomarme a la ventana de mi casa de Chacarita. Si adivinaba, festejaba
internamente. Si, además, era una ambulancia, el festejo tenía un plus. Aún no
sé qué era lo que tanto me apasionaba. Ayudar. Supongo.
A los ocho años quería
ser colectivero. Tenía fascinación por las guías de calles. Las estudiaba
metódicamente. Aprendía los recorridos de los colectivos. Dejar a la gente en
las paradas y subir nuevos pasajeros. Siempre me gustó tener micros o
colectivos de juguete y jugaba organizadamente. Armaba una historia concreta,
sujeta a la realidad. Elegía qué línea de colectivos representaba mi vehículo
de juguete, escribía en papelitos nombres de calles y los apoyaba sobre las
baldosas, respetando los sentidos de circulación reales. Si era un micro de
larga distancia el juego requería las baldosas de más ambientes de la casa para
simular el viaje en ruta y terminaba en el patio, a orillas de una palangana
con agua que simulaba el mar.
Pese a que mis primeros
deseos laborales se relacionaron con la conducción, recién saqué el registro
hace tres meses, a los 30 años. Nunca antes había tenido la más mínima
intención de hacerlo. Ni siquiera me motivaba el Gacel azul de mi vieja que
todos los fines de semana quedaba estacionado en la puerta de casa.
No recuerdo bien cómo
fue la transición entre uno y otro. Quizás hayan convivido un tiempo en mi
cabeza ambos oficios, pero en algún momento hubo un cambio de rumbo. Habrá sido
a los nueve o diez. Ahora, me tocaba poner el disfraz de héroe. Bañero (es que yo quería ser bañero, ni sabía que se decía “guardavida”).
Siempre amé el agua: pileta, mar, río... La idea de estar en una playa todo el
verano y que te paguen era inmejorable. Salvar gente. Salir de un salvataje y
que te aplaudan. El ego pum para arriba. Y con la ayuda de las películas de
cine catástrofe, que siempre me gustaron, empezó a picarme el bichito de ser
bombero. Todavía héroe, pero en otro rubro. Y peligro. Agua y fuego. El agua
para apagar el fuego. Mares e incendios. Adrenalina.
O quizás los tiempos
fueron más difusos y esos oficios estuvieron superpuestos en mi cabeza. Los
pensamientos y deseos infantiles suelen ser más volátiles y menos definitivos.
Aunque debo decir que siempre tuve una personalidad bastante definitiva.
Definitivamente...
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