viernes, 16 de marzo de 2012

OFICIOS TERRESTRES




En la infancia las planificaciones suelen ser a corto plazo. Lo importante es lo inmediato. Estoy aburrido ¿Qué puedo hacer? ¿El sábado vamos a la plaza? ¿Hoy puede venir fulanito a dormir? La elección de la vocación recorre en esos años un camino sinuoso y cambiante. Muy cambiante...


Cuando era chico y me preguntaban qué iba a hacer cuando sea grande, mi respuesta era siempre la misma: ambulantiero. Siempre que escuchaba una sirena intentaba adivinar si era de una ambulancia, un patrullero o un camión de bomberos y me apuraba para asomarme a la ventana de mi casa de Chacarita. Si adivinaba, festejaba internamente. Si, además, era una ambulancia, el festejo tenía un plus. Aún no sé qué era lo que tanto me apasionaba. Ayudar. Supongo.

A los ocho años quería ser colectivero. Tenía fascinación por las guías de calles. Las estudiaba metódicamente. Aprendía los recorridos de los colectivos. Dejar a la gente en las paradas y subir nuevos pasajeros. Siempre me gustó tener micros o colectivos de juguete y jugaba organizadamente. Armaba una historia concreta, sujeta a la realidad. Elegía qué línea de colectivos representaba mi vehículo de juguete, escribía en papelitos nombres de calles y los apoyaba sobre las baldosas, respetando los sentidos de circulación reales. Si era un micro de larga distancia el juego requería las baldosas de más ambientes de la casa para simular el viaje en ruta y terminaba en el patio, a orillas de una palangana con agua que simulaba el mar.

Pese a que mis primeros deseos laborales se relacionaron con la conducción, recién saqué el registro hace tres meses, a los 30 años. Nunca antes había tenido la más mínima intención de hacerlo. Ni siquiera me motivaba el Gacel azul de mi vieja que todos los fines de semana quedaba estacionado en la puerta de casa.

No recuerdo bien cómo fue la transición entre uno y otro. Quizás hayan convivido un tiempo en mi cabeza ambos oficios, pero en algún momento hubo un cambio de rumbo. Habrá sido a los nueve o diez. Ahora, me tocaba poner el disfraz de héroe. Bañero (es que yo quería ser bañero, ni sabía que se decía “guardavida”). Siempre amé el agua: pileta, mar, río... La idea de estar en una playa todo el verano y que te paguen era inmejorable. Salvar gente. Salir de un salvataje y que te aplaudan. El ego pum para arriba. Y con la ayuda de las películas de cine catástrofe, que siempre me gustaron, empezó a picarme el bichito de ser bombero. Todavía héroe, pero en otro rubro. Y peligro. Agua y fuego. El agua para apagar el fuego. Mares e incendios. Adrenalina.

O quizás los tiempos fueron más difusos y esos oficios estuvieron superpuestos en mi cabeza. Los pensamientos y deseos infantiles suelen ser más volátiles y menos definitivos. Aunque debo decir que siempre tuve una personalidad bastante definitiva. Definitivamente...

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